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ISSN 1989-4163

NUMERO 104 - VERANO 2019

 

¡Drakarys!

Itziar Mínguez

Atención, este escrito contiene spoilers. Si no quieres que te destripe el final de Juego de Tronos ni de las elecciones del 26 M, no sigas leyendo.

Y es que, el verdadero final de Juego de Tronos fue ayer, después de que el 100% de las papeletas escrutadas arrojara su resultado letal sobre la capital de los Siete Reinos y España entera se quedara con la misma cara que se quedaron Tyrion y Jon Snow cuando tocaron las campanas en Desembarco de Rey y la Madre de Dragones desató su furia al grito de ¡Dracarys! Ya sabía yo que tenía que respirar hondo, contar hasta diez y esperar al día después de las elecciones del 26 de mayo -el 27 M es la verdadera jornada de reflexión, sí- para asimililar el final de Juego de Tronos y poder hablar de él con perspectiva. Ahora lo entiendo todo. Pero vayamos por partes.

Soy de ese alto porcentaje de personas que ha seguido Juego de Tronos con pasión. Y soy de ese pequeño porcentaje de personas a quien le ha gustado el final. Y ahora, después de lo sucedido ayer, entiendo mejor aún lo que Juego de Tronos quiso decirnos con su final. El que gana no siempre es el que ha obtenido el trono y vencer depende más de que la suma dé que de ninguna otra operación. A veces se suben al trono los perdedores y, aquellos a quienes pertenecía ‘legítimamente’ el trono, se ven desterrados a un frío y eterno invierno más allá del Muro. La democracia (buen intento, Samwell Tarly) tiene eso, que la suma está permitida y bien está que la fragmenación haya puesto sobre la mesa la necesidad de negociar, dialogar, enterderse y pactar para poder avanzar. Así dicho es muy bonito. Lo peligroso es cuando el resultado es lo único que importa y se suma antes de negociar, dialogar, entenderse y pactar. Anoche, viendo los rostros amargos de los vencedores y los excesos triunfalistas en los que cayeron quienes habían sido derrotados en las urnas, eché de menos un discurso que pudiera sacarme de la estupefacción y la tristeza que me produce una clase política que se ríe de nosotros a la cara sin disimular que lo único que les importa, en realidad, es subirse al trono, caiga quien caiga, pese a quien pese y sin detenerse a pensar en nada más que en el placer que les produce decir: quítate tú de ahí que me pongo yo. Nececitamos un Tyrion Lannister que nos envuelva con la poesía de su discurso. Y es que, lo pensé en su día y me reitero hoy, todo Juego de Tronos está justificado por la fuerza del discurso final del enano: ¿Qué une al pueblo? ¿Las huestes? ¿El oro? ¿Las banderas? Las historias. No hay nada más poderoso en el mundo que una buena historia. Nadie puede detenerla. Ningún enemigo puede vencerla. Es cierto, gana quien tiene la mejor historia o quien cuenta mejor la misma historia. Los finales son relativos, no se convierten en finales hasta que una versión de la realidad se impone sobre otra. Porque en este crisol de realidades encontradas y contradictorias sólo hay una cosa que puede salvarnos: la ficción. Eso es lo que cuenta el final de Juego de Tronos. Sólo cuando vi a Bran Stark sentado en su trono de ruedas me di cuenta de lo poco que me importaba quién reinara en los Siete Reinos, mejor dicho, en los Seis Reinos, porque Invernalia va por libre, esquema que, por cierto, se repite también en nuestro norte, cuyos resultados electorales se alejan tanto (no digo que sea necesariamente bueno ni todo lo contrario) de los colores reinantes en el resto del país. No me importaba quién reinara sino darme cuenta de la fuerza de las palabras. Porque si Bran Stark reina no es porque tenga la mejor historia como hizo creer a todos el pequeño Lannister con la lengua suelta y grilletes en las manos (podríamos hablar también de este paralelismo pero mejor no). La mejor historia la tiene el propio Tyrion. Y lo sabe. Y todos lo sabemos. Él se salva de la muerte porque siempre tiene una historia que contar, la mejor historia, igual que Sherezade. Por eso él reina desde la complicidad de las sombras y el vino, alejándose del peligro de subirse a un trono de barro donde quedar expuesto a la furia de los gobernados. Viendo ahora cómo se van a sentar en el Trono de Hierro, con la aquiescencia de sus semejantes, quienes perdieron en realidad la batalla electoral, entiendo mucho mejor que un buen final no es el que cierra cada trama, cada historia, sino el que es capaz de dar una respuesta más amplia que resuene en nuestro hoy con historias de otro tiempo y otras gentes. Quien crea que Juego de Tronos es una fábula fantástica está muy equivocado. Habla de nosotros. De nuestra miseria, de nuestra bondad, de nuestro miedo, del ansia de poder. Afronté desde dos puntos de vista el final de Juego de Tronos como afronté el final de la jornada electoral. Uno como espectadora. Otro como guionista. Como espectadora tal vez hubiera preferido un final que cerrara cada trama y diera a cada personaje un final más épico. Como guionista no pude hacer otra cosa que aplaudir. Una serie tan grande no puede tener finales pequeños, ha de aspirar a un gran final donde todo tenga sentido o no. Había que elegir entre un final de mentira y un final de verdad. El primero habría contentado a casi todos, el segundo ha desembocado en una petición de firmas para que se vuelva a rodar la última temporada. Todos llevamos un guionista dentro que sabe cual es el mejor final. Hasta Brienne de Tarth lo sabe y por eso añade dos líneas a la biografía de Jamie Lannister, dos líneas que lo rediman y le permitan pasar a la historia como alguien más que “El Matarreyes”. Uno de mis momentos favoritos del final de Juego de Tronos es cuando Tiryon se entera de que en la crónica donde se narran las batallas de los Siete Reinos con el título ‘Canción de hielo y fuego’ (¡viva la metaliteratura!) su nombre ni siquiera aparece. Un golpe a su ego enseguida compensado por la forma en que, entre risas, se deja llevar de nuevo por el opio del poder en la desenfadada discusión sobre la importancia de los prostíbulos.

No puedo terminar este escrito sin hacer una mención especial a las miles de personas que presumen de no haber visto Juego de Tronos. Que no lo hayan visto me parece lo más normal del mundo, lo que me extraña es el alarde. Circula por las redes un cartel que dice: pertenezo a  ese 1% que no ha visto nunca Juego de Tronos. Vale. ¿Y? ¿Qué tenemos que hacer? ¿Dar las gracias, aplaudir, felicitaros? Pues me temo que no sois tan especiales, es más, ni siquiera sois un 1% así que menos lobos. Sois, calculo, un porcentaje parecido a la gente que no votó ayer. Es decir, sois muchos. Demasiados. Sois muchos los que no habéis visto Juego de Tronos. Puede que tantos como los que no han votado. En el grupo de los primeros lo  único que puedo decir es que estáis a tiempo y si no, vosotros os lo perdéis pero no pasa nada. De verdad, no pasa nada. En el grupo de los segundos sí pasa y nos pasa a todos. Abstenerse es un derecho. Ya. La pataleta también es un derecho. Y la libre expresión es otro derecho.

Hoy, el día después, día de reflexión, pienso en Daenerys, en la de verdad y en las otras, las cincuenta y tantas niñas bautizadas como Daenerys en nuestro país, pero sobre todo pienso en la de verdad, Daenerys Targaryen de la Tormenta, la que no arde, rompedora de cadenas, Madre de Dragones, Khaleesi de los Dothraki, Reina de los Ándalos y los Rhoynar y los Primeros Hombres, Señora de los Siete Reinos y Protectora del Reino, querida Daenerys, pienso en ti y quiero decirte que te entiendo, comprendo tu furia. Es más, te envidio. Quién tuviera un dragón entre las piernas para poder gritar: ¡Dracarys!

 

 

 

 


 

 

Drakarys 

 

 

 
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